Le conocí tarde y le aprecié por su carácter, sus palabras, sus gestos, sus esfuerzos. Un tipo tranquilo, con un tesón de hierro, claro, conciso.
Os presento. Él es Michel Chéjov . Un actor que habla. Me dijo la estantería olvidada en la Avispa.
Paseamos por un Madrid ennegrecido de nubes y azotado por tormentas. Donde las hojas del otoño marcaban grandes estelas de caminos de óleos ocres. Donde el olor de los churros y chocolate caliente empañaban los sueños. Donde la esperanza se ocultaba tras el grito de las señoras que venden castañas. Su cara era tibia y su boca llenaba los huecos de las terribles heridas que se infligen a los que se empeñan en trabajar en profesiones "tiernas". Galante y sereno hablaba de la dignidad perdida del actor, del trabajo, duro y hermoso, al que otros quisieron quitar importancia para contrarrestar los pocos recursos que te vendían en sus desconchados laboratorio. Contrarrestar, también, los gritos que ocultan las vanidades que temen al foco central en la cara de un actor y que hace olvidar, al que aplaude, que un hay equipo detrás. Descorchó para mi la botella del amor más perfecto por mi profesión. Me dio alas ocultas. Me ayudó a guardar palabras y explicaciones ante caras severas. Abrió la puerta de la secreta habitación que, a una actriz, la mantiene alejada de miradas indiscretas. Con Michel cerré las puertas y tiré la llave a lo lejos, suavemente, y sin remordimientos. Su aliento, se quedó conmigo y cada vez que puedo, le llamo y charlo, juntos inventamos nuevos juegos escénicos, de esos que nadie sabe que se están jugando, aquellos que quedan sólo para mi y para mis compañeros de escena. También, en secreto y casi en silencio, inventamos juntos juegos para los actores que trabajan conmigo.
Era tarde, o puede que apareciera pronto. Le conocí, justo en el momento en que yo tomaba la decisión de hacer caso de aquellas voces que gritaban, a mi alrededor, debes dirigir, deberías dirigir a las que me resistía por completo y que tanto me habían asustado antes. Ese miedo también guardaba una imagen, yo no quería convertirme en una de aquellas vanidades que temen al foco central en la cara de un actor y que hace olvidar, al que aplaude, que hay un equipo detrás, pero era el momento de reinventar los entramados del teatro viejo.
Transitar caminos de dirección guardando, en el más absoluto de los secretos, la completa percepción del valor del trabajo de un actor, del valor añadido de ese actor como ser humano y tener plena consciencia de que es un artista y no una marioneta, es el más dulce recuerdo que conservo de los regalos de Michel Chéjov.
Fue la época de la revolución silenciosa. Oscuros galanteos con directores que, por mucho que quisieran correr, nunca me daban alcance. Disfrute absoluto de los juegos escénicos, sin tener, que dar explicaciones, sin contar los misterios que, al desvelarse, pierden la magia. Revisión constante de las relaciones con la figura del director. Y yo, de espaldas y por las tardes, desplegando nuevas reglas de juego, como director de actores, que se encontraron en procesos creativos sin sombras.
Michel Chéjov es lectura obligada para todos los que deben tratar con profesionales "tiernos" de las artes escénicas. Y de experimentación, también, obligada para todos los actores que precisan un profesor generoso, disciplinado, desenvuelto que le enseñe las magias de convertirse en un artista completo y un investigador perfecto.
¡Que carácter! Con una sola posiblidad decente, lo habría convertido en mi amante.
Un hombre que se reinventó infinitas veces para conseguir el único objetivo que movía su corazón, la formación correcta de actores. Un experto perseguidor de sueños.
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